Catálogo
Textos
Exposiciones
Galería
Sobre la obra de Néstor Saiace
Ensayo sobre una pintura del misterio
por Federico García Romeu
Es un rectángulo tan sólo
entre la geometría asediada del mundo.
Es un rectángulo de espera
al que todo sin embargo ha llegado.
Roberto Juarroz.
Corre fra noi l`angelo.
Porta la forma
come buona novella.
Giancarlo Consonni.
I – INTRODUCCIÓN
Néstor Saiace fue discípulo de los maestros Urruchúa, Batlle Planas y Julio Barragán, pero fue con este último que se establecieron las relaciones – tanto pictóricas como personales – más estrechas. A partir de las lecciones de estos grandes nombres de la pintura argentina y en diálogo con la obra de sus predecesores y contemporáneos, Saiace ha construido y desarrollado una obra personalísima. Ahora, transcurrido un cuarto de siglo desde su primera exposición en la galería Van Riel y apoyados en una visión retrospectiva, podemos interrogarnos sobre las características generales de esta obra, sus tendencias y su significado.
Las reflexiones que siguen son el producto de un largo escudriñar -a menudo acompañado por una inquisición poética sobre sus ecos- en esta obra tan rica y sugestiva. Otras miradas y otras reflexiones son posibles; nos daríamos por satisfechos si estas páginas ayudaran a animarlas.
II – LA HISTORIA DEL REVÉS
Nada, nada queda en tu casa natal,
sólo telarañas que teje el yuyal …
“Nada“ (Tango de J. Dames y H.Sanguinetti)
Los años en que la pintura de Saiace llega a su madurez, quizás los más dramáticos de la historia argentina, dejan un terrible saldo: treinta mil desaparecidos, un Estado fagocitado por sus bandas armadas, una guerra internacional perdida. Crisis de la cultura, de la economía, de la educación. La crisis de identidad de los años veinte se ha convertido en crisis de la esperanza. Poca cosa queda del país que creyeron fundar los hombres de Caseros y de la generación del ochenta, menos aún del anunciado en la conmemoración del Centenario: la época del entusiasmo constructor ha quedado atrás y es el momento de la furia destructiva. Los sueños de hacer una nueva y gloriosa potencia de ese crisol de pueblos diferentes traídos por la inmigración, paradigma que Rubén Darío cantara en términos ditirámbicos en 1910 quedaron definitivamente ahogados en sangre durante la década del setenta. Pocos fueron quienes no sintieron pesar sobre ellos la larga cadena de frustraciones y desengaños, la vacuidad de los discursos voluntaristas, el peso de una historia monstruosa entrando por efracción en las amabilidades de la historia inventada.
Es difícil, y hasta puede parecer injustificado, establecer un lazo causal entre los acontecimientos vividos por un creador y su obra. Pero es útil tenerlos presentes como un telón de fondo, porque en toda obra alientan ecos de su tiempo. En la pintura de Saiace los furores de la Argentina contemporánea aparecen en negativo, son un «no dicho». Por oposición a las ruidosas convulsiones de la historia de todos los días que vivieron los argentinos durante la década del setenta, esta pintura parece refugiarse en un silencio grave, en una reflexión profunda, reivindicar el derecho de abstraerse para reconstruir un mundo humano desde el color y la forma.
III – LA PINTURA DE SAIACE COMO TRANSFORMACIÓN MÍTICA DE LA REALIDAD
Clarificada azul, la hora
lavadamente se disuelve
en la atmósfera que envuelve,
define el cuadro y lo evapora.
Rafael Alberti.
L’homme possède un certain regard qui le fait
disparaître; lui et tout le reste, êtres, terre,
et le ciel, et qui se fixe, un temps hors du temps.
Paul Valéry
Lo que primero sorprende en la pintura de Saiace es su carácter misterioso, la impresión que tiene el observador de que la obra hace referencia a un universo enigmático. Las escenas de esta pintura pertenecen a la vida cotidiana -interiores o exteriores de cafés con sus parroquianos, grupos bailando, orquestas, escenas circenses – pero en ellas alienta una atmósfera extraña: los personajes parecen los celebrantes de una ceremonia, vivir no la acción cumplida sino otra de más alto significado. ¿Por qué? Quizás porque la pintura de Saiace es una pintura de la inmovilidad: parece situarse en un mundo en que el movimiento hubiese sido naturalmente excluido y la forma alcanzado una quietud definitiva. Además, al pintar a sus personajes, Saiace ha dejado de lado toda referencia específica, todo carácter individual que pudiera distinguirlos entre sí, para tratarlos sólo en función de la compleja relación de colores que se despliega en la tela.
La pintura de Saiace pareciera tener dos contextos: uno, que podríamos llamar literario, incluiría lo que puede ser relatado del acontecimiento al que hace referencia; el segundo contexto es puramente pictórico. El primero está vacío, promete decir pero no lo hace y deja lugar al despliegue, en toda su plenitud, de un significado pictórico. Esta relación entre texto vacío, aunque presente, y texto pleno, esta semi-abstracción siempre en equilibrio inestable, puede ser otra de las razones que produce en el observador la impresión de aproximarse a un acontecimiento esencial por naturaleza, despojado de toda anécdota, cuyo protagonista definitivo parece ser un tiempo inmutable en el que los personajes están atrapados como en una telaraña y se disuelven en él. Las luces varían, vivas o sombrías, la paleta puede ser cálida o fría, pero siempre la construcción pictórica desemboca en una transformación irrealista de la luz, del espacio y de las figuras que lo habitan. Esa mudanza, obtenida por una transposición de lo real y contingente a un mundo en que cada avatar de la forma particular queda anulado, tiene algo de una transformación mítica.
Saiace transcribe el tiempo cotidiano del hombre en el tiempo del mito y su cuerpo en substancia intemporal. Es la epopeya de una transubstanciación a través de la materia pictórica, de sus valores. La figura se hace figura de figuras, una abstracción plana en un fondo sólo en apariencia poco diferenciado; ella parece vivir para sí, en un tiempo definitivo, la historia de todos los cambios. El cuadro se convierte en un “rectángulo de espera al que todo sin embargo ha llegado“, una anunciación “como buena nueva“ del mundo de las formas.
Al levantar fugazmente el velo que lo oculta a nuestros ojos, Saiace expone un mundo arquetípico y nostálgico que sólo por la intuición podemos abordar. El encuentro es un instante de comunión con lo que podríamos llamar -aproximadamente- lo absoluto, o lo que podemos entrever de ello.
IV – AL ENCUENTRO DE UN NOMBRE
Efforçons-nous toutefois de poursuivre notre
chemin, fût-ce à vent contraire, de notre pas
lent. Mais sans renoncer à l’obstination de
gratter notre petite allumette, pour faire un
peu de lumière. Tant que durent les allumettes.
Antonio Tabucchi.
Algunos críticos utilizaron el nombre de expresionismo, otros el de “fauvismo“, para calificar a la pintura de Saiace de los primeros años de la década del setenta. Pero según veremos, muy pronto esta pintura se aleja de los cánones de tales movimientos. Al igual que la invitación de Tabucchi en la cita del epígrafe, Saiace ha seguido su propio camino, un poco solitario, y lo ha alumbrado con su esfuerzo por construir una obra coherente.
“Fauvismo“ y expresionismo, movimientos casi simultáneos, fueron progresos importantes en la renovación de la pintura y en la ruina definitiva del sistema representativo heredado del Renacimiento. Ellos profundizaron aún más la ruptura con la pintura académica comenzada por los impresionistas y contribuyeron de manera decisiva a la invención de una nueva mirada. Fue un gran momento liberador de la pintura. Pero los fundadores, salvo una minoría, no se detuvieron en mitad del camino: una vez adquirida la nueva manera de tratar el color y el espacio abandonaron el colorido exuberante que los caraterizara y se dedicaron a explorar las consecuencias de sus primeros aportes.
Si por algunas de sus características -como el cromatismo arbitrario, la utilización preferente de colores saturados y el tratamiento sumario de la figura humana- una parte de la pintura temprana de Saiace parece emparentada con el expresionismo o el “fauvismo“, muy pronto el trabajo paciente del pintor sobre la materia pictórica lo lleva, como a los primeros “fauves“ y expresionistas, a explorar caminos estéticamente alejados de esa filiación. Es así como al cromatismo exasperado de algunos retratos de los años setenta sigue una pintura en la que los colores se hacen sordos y se extienden en un vibrante murmullo de innumerables matices; hasta en la penumbra más sombría resuena, sin clamores, el color.
Es posible que el tratamiento genérico de los personajes que ya hemos señalado en la pintura de Saiace nazca de sus retratos de la época llamada expresionista. En ellos, el pintor no intentaba ser fiel a la figura del retratado sino que exploraba lo específico de una cierta configuración cromática; lo individual estaba representado por un encuentro arbitrario y único de colores. Pero lo que empezó por ser una búsqueda pictórica se convertirá luego en un rasgo definitivo de lenguaje. Por su intermedio, Saiace podrá describir lo más humano de la humanidad, es decir, lo estrictamente esencial.
Si uno trata de “traducir en forma poética lo que ve“, lo que primero impresiona en la obra de Saiace es su lirismo, no la agresividad cromática de un momento que, por otra parte, ya ha quedado lejos en el tiempo. El arte de Saiace es un arte de insinuaciones y de matices, no de imposiciones. Quizás porque no haya nada dicho, porque todo esté aludido, el observador participa en la construcción del significado, contribuye con sus vivencias y recuerdos al establecimiento del sentido. ¿Con qué estética se puede relacionar una obra así? Quizás con una afín a la poética de Mallarmé, que se propone expresar a través de palabras rescatadas de su uso rutinario una realidad trascendente, viva en y por el poema y a la que éste salva -aunque sólo sea un instante, el instante del poema- del común naufragio en la “Nada“. El poema es así una entidad metafísica en que el ser se manifiesta luminosamente tras la obscuridad de una aproximación evasiva; una realidad límpida, construida, puramente racional. En este arte, en que todo es sugestión, se evita el nombrar explícitamente, como si el hacerlo cargara el objeto con el peso de todos los accidentes y lo anonadara en sus impurezas perecederas. Así es la pintura de Saiace, ella nos ofrece a la intuición una realidad liberada de sus ataduras objetivas, del ser específico -que no es más que accidente- de lo representado; pero no es un simbolismo, porque no hay en ella transposición emblemática o alegórica de lo real.
Quizás como una respuesta inconsciente a una realidad degradada, la pintura que estamos analizando se sitúa, por encima del combate en el que se abisma lo real, en un plano que no lo niega sino que lo trasciende. Y ahora podemos proponernos la siguiente pregunta: ¿Cómo llamar a esta pintura, con qué nombre que nos sugiera su contenido íntimo, el que podemos captar a través de su fulgor poético? Acaso un nombre adecuado sea el de “transrealismo“, una manera como otra de decir que la pintura de Saiace trasciende la realidad sin anularla. O dicho de otra manera: que ella nos propone una realidad trascendente.
V – ENSAYOS, BÚSQUEDAS Y HALLAZGO DE UNA EXPRESIÓN
Hasta alcanzar la paz y la serenidad trascendente de su obra de madurez, Néstor Saiace recorre un camino de aprendizaje en cuyo transcurso adquiere el dominio del lenguaje pictórico y la soltura de ejecución que le son propios. Son los años comprendidos entre su entrada en el taller de Urruchúa y los primeros años de su relación pictórica con Julio Barragán; esta última aparece, a la distancia, como de capital importancia para lo que luego sería la obra personal de Saiace.
Pareciera que la primera preocupación de Saiace haya sido la de dominar las relaciones de oposición y complementariedad de colores y matices. Es la época de las naturalezas muertas de 1963, pintadas con colores sordos en gamas concertantes de tierras a veces contrastadas con colores fríos. Hay en estas obras una voluntaria ausencia de perspectiva y una iluminación que no viene de una fuente direccional sino que surge a menudo de los objetos (Chianti y Pan, Mesa con Jarra y Berenjena, Pava y Zapallo, Mesa Provenzal con Frutera). La preferencia por la gama de las tonalidades color tierra y por iluminaciones que provienen del objeto mismo, a menudo del centro de lo representado, no se desmentirá en lo sucesivo, a pesar de un enriquecimiento notable de la paleta y de otros tratamientos que aparecerán más tarde.
“Mesa provenzal con frutera” – Óleo sobre cartón – 50 x 56 cm – 1963
La entrada de Saiace en el taller de Julio Barragán se traduce por un cambio importante en la gama utilizada y en el tratamiento del tema. Aparecen los colores vivos, saturados, distribuidos en campos cromáticos con blancos y negros que cumplen una función moduladora del color como en Naturaleza Muerta con Jarrón de 1971. Da la impresión de que un dique se hubiera roto y el color pudiera ahora fluir libremente. Sigue una serie de obras que valieron a Saiace el calificativo de expresionista (Extraterrestre, 1972; Triteza, 1972; Adolescente, 1973); es la época en que Ernesto B.Rodríguez viera en la pintura de Saiace “la alegría de pintar“.
“Retrato II” – Óleo sobre hardboard – 50 x 60 cm – 1972
En los retratos mencionados, la figura humana -carente de relieve – es traducida de manera sumaria, con gruesos trazos que la esbozan, tratamiento que va de par con lo irrealista del color. En ellos, la forma es un mero pretexto para el desarrollo de contraposiciones cromáticas, lo que les da un aspecto de apariciones fantasmales. Sin embargo, en Retrato I y Retrato II de 1972, la figura, sobrepuesta a un fondo oscuro, es tratada de manera más clásica: su expresividad, ajena a toda exuberancia cromática, está acentuada por una luz casi frontal y la mirada se dirige al espectador o al pintor y no a un punto indefinido como en los retratos calificados de expresionistas. Este es un período muy rico, de ensayos y adquisiciones rápidas. Progresivamente la pintura de Saiace se va haciendo más compleja en una serie de obras cuya ejecución se escalona entre 1974 y 1978 (Cabeza con Sombrero I, 1974; Cabeza con Sombrero II y Cabeza con Sombrero III, 1977; Mujer Sentada I, II y V, 1976). Es como si lo caprichoso del color hubiese encontrado su plena expresividad y su justificación puramente pictórica -y no una justificación en la búsqueda misma mediante contrastes sabiamente matizados, acordes y transparencias complejas; parecen lejanas a las posiciones cromáticas del período anterior que es, sin embargo, tan reciente. Pero dentro de ese mismo período (1974-1976) nacen, como muñecas rusas y tal como ocurriera en 1972, obras que van más allá y que anticipan las venideras, como Jarrón con Flores; de 1974 y el Autorretrato de 1975. La paleta rica, la expresión del volumen mediante el color, la soltura de su manejo, dan la impresión de pintura pura, de obras liberadas y liberadoras para su creador. También el grafismo desenvuelto y seguro de Mujer Sentada I de 1976, se manifestará más tarde bajo otras formas, menos evidente pero igualmente libre.
Desde 1977 Saiace ha alcanzado la plenitud de su lenguaje pictórico y la paternidad de sus obras es reconocible desde la primera mirada. En Café Nocturno, con la que obtiene el premio Sadao Ando en el LXVI Salón Nacional de 1977, su estilo se nos muestra definitivamente constituido. En este cuadro se hace sensible la vibración de las tinieblas, la poesía de la noche. Un cuidadoso ritmo de fuentes luminosas alumbra la obscuridad sin hacer mella en ella, al contrario, la profundiza por contraste.
En la obra que comentamos vemos el partido que Saiace obtiene de luces que parecen surgir de los personajes mismos o de algún objeto. Ellas no crean volumen en las figuras -no hay un verdadero claroscuro- sino distancias cromáticas, planos que por su abstracción producen una fuerte impresión de irrealidad y contribuyen al ambiente enigmático del cuadro.
La serie del Circo de 1990 es una culminación de la obra en que se despliega toda su poesía. Las figuras centrales -acróbatas, jinetes, trapecistas- exhalan luz sobre un fondo de colores cálidos y fríos constituido por la carpa y la masa de espectadores apenas esbozados. A pesar que sólo en algunos cuadros de esta serie Saiace echa mano a colores vivos saturados, todos ellos dan la impresión de que se está ante llamas y brasas; la escena del circo se transforma en un incendio en que los personajes -desarticulados o, aún más, deshuesados- arden.
Aunque los ambientes nocturnos y los colores sordos son frecuentes en la pintura de Saiace, la alternancia más o menos cíclica con trabajos de colores luminosos parece introducir un ritmo de allegro, un canto que surge de las profundidades mismas de la obra. Como la primavera y el otoño, como el invierno y el verano, ella recorre los días del sueño y el despertar a través de la pasión del color.
VI – LOS TEMAS DE SAIACE
Sobre la escena ya desconchada
por el otoño que el flautín
une su pena de madrugada
su nota oblicua con el violín,
y la pareja danza enmarcada por la
inminencia de puñalada
que es la frontera del cafetín.
Nicolás Olivari.
Aunque los motivos de la pintura de Saiace estén íntimamente ligados con temas legendarios de Buenos Aires, como los del tango a través de orquestas y bailes o los del café, la visión que en ella se expresa -frecuentemente crepuscular- es íntima, intemporal, despojada de propósitos documentales. Pero además, en su época de madurez, esta obra ilustra casi siempre un mundo de mujeres y hombres representando un teatro de convivencias; en la conversación, el bailar, el hacer música … Obra que es ilustración de la sociabilidad y homenaje al hombre entre los hombres, la pintura de Saiace pone a menudo en escena a seres luminosos rodeados por la obscuridad del mundo.
En la mitología de Buenos Aires el café y el bar -a veces con su orquesta típica- son microcosmos, teatros de la vida, lugares de encuentros, de esperas y de desencuentros, a veces escenarios de lo irremediable, del cumplimiento de un destino, de acontecimientos últimos: último café, última curda, última copa que el tango ha cantado en innumerables variaciones. En la penumbra de los cafetines de Buenos Aires, al abrigo de un afuera ya ruidoso y confuso, ya despoblado e inhóspito como en el del tango “Mi taza de café“, se ejerce el magisterio de los personajes discepolianos; allí están -como fuentes de una enseñanza casi hermética- las figuras de “José el de la quimera“ o de “Marcial que aún cree y espera“, allí la sombra del “flaco Abel que se nos fue pero aún nos guía“. ¿Cuántos José, cuántos Marcial y Abel sigue habiendo en los bares y cafés de Buenos Aires, discurriendo sobre todo y sobre nada, refugiados venidos de un país caótico para hablar “sobre la vida“ o a la espera de que “termine la función“? Todos hemos visto al personaje de la última curda parado frente al “estaño“ con un vaso de vino en la mano y un cigarrillo en los labios, mirando hacia afuera con la vista perdida en un más allá inalcanzable, en un tiempo y un lugar que ya no parecen ser los nuestros.
En la serie que Saiace dedica a los cafés y cafetines se unifican los múltiples significados de este lugar central de la mitología porteña. Los parroquianos de los cafetines de Saiace, casi irreales y liberados de lo anecdótico, parecen estar del otro lado del destino. El café se convierte -por ese proceso de desdiferenciación de la realidad propio de esta pintura en lugar de trascendencia, a su vez en el mundo y fuera de él, punto de llegada después de un pasaje por lo contingente.
La inspiración de los cafetines de Saiace viene de Buenos Aires pero, por el efecto de abstracción de su pintura, estos lugares podrían situarse en cualquiera de “las ciudades del mundo“; en este ciclo aparece, en efecto, alguno que otro café de París -como el “Deux Magots“– o de otros lugares del que sólo el título es signo de reconocimiento. Agreguemos que escenas de otras ciudades tienen un significado especial: fueron concebidas durante un viaje primaveral que fue una bocanada de aire fresco después del encierro agobiante del Proceso.
Saiace hace vivir el tango en su obra, más bien el ambiente del tango velado a través de su mirada creadora de misterio. Vuelve a menudo sobre la pintura de pequeños conjuntos instrumentales que no son todos “orquestas típicas“ pero que lo parecen. Porque en ellos se siente el Buenos Aires que está detrás, el lamento de los fuelles, quizás el alma -u otra cosa para los agnósticos- de la gran ciudad. Lo mismo que en sus bailes o bailongos, que en sus cafés: allí la ciudad del mito despliega su enigmática presencia. Saiace es su pintor, el pintor de un universo intemporal arraigado a orillas “de ese río de sueñera y de barro“ del que nos hablara Borges.
VII – PARA TERMINAR DIGAMOS QUE …
… lo anterior es un ensayo, uno entre los muchos posibles, de análisis de la pintura de Saiace. El lector podrá extenderlo, enriquecerlo o enmendarlo. Quizás, al término de su camino, llegue a la misma conclusión que el autor de estas líneas: la obra de Saiace trasunta un misterio que no puede ser agotado por los comentarios sobre ella. Y es bueno que los misterios no puedan ser develados. Lo que recuerda aquel diálogo entre Mairena y su discípulo Rodríguez [1]:
M – ¿Y usted ve claro eso que dice?
R – Con una claridad perfectamente tenebrosa, querido maestro.
[1]- “Juan de Mairena“, 1936, Antonio Machado.
Inicio • Catálogo • Textos • Exposiciones • Galería • Contacto